Mi experiencia en un Cenote
Mucho antes de que el destino (suponiendo que existe tal cosa) me convirtiera en un ciudadano de la península de Yucatán, Playense primero, Cancunense después, viajé a tierras yucatecas en una aventura que comprendió Cancún y Mérida, y que significó para los involucrados varias horas de camino por la carretera que une estas dos hermosas ciudades, y que, sin saberlo entonces, esconde magníficos tesoros ubicados apenas a unos pasos de la carretera.
Ya de regreso desde la “Ciudad Blanca” y cansados de un viaje que nos había dejado poco tiempo para el descanso, nuestro chofer decidió, y de muy atinada manera debo mencionar, que debíamos estirar las piernas y comer algo. Para tales menesteres, estacionó la camioneta al lado del camino, en un pequeño terreno que con un rústico mensaje en madera anunciaba una cueva con Cenote, por supuesto había escuchado hablar de los cenotes antes de viajar a Cancún y claro, tenía una idea básica de que se trataba, sin embargo ignoraba algo trascendental cuando se habla de estos míticos y cuasireligiosos lugares, icónicos sitios de Cancún y la Riviera Maya: nadie, absolutamente nadie puede contarte la belleza que esconde un Cenote, si no lo hacen tus ojos.
A simple vista y desde la carretera, hubiese sido imposible que el que no conoce la zona averiguara todo lo que aquel terreno y su cartel de madera escondían, una pequeña puerta de la que nacían unas escaleras que parecían desdoblarse al caminarlas, iban al mismo tiempo bajando a una cueva y develando imágenes inolvidables que aún hoy habitan mi cabeza. El alto
techo de la caverna, majestuosamente adornado por cientos de estalactitas, aparecía lo mismo que un suspiro en lo más profundo de mi ser, asombrado por la impronunciable belleza de un lugar desconocido, sobre todo por su hermosura, seguí bajando hasta que finalmente fue completamente visible la gran bóveda que formaba el cenote, la sensación que me provocó fue casi indescriptible, casi una lágrima, una contemplación infinita, yo seguí bajando para encontrarme con el agua, pero mi mente sigue contemplando la imagen de ese día, la postal que este lugar imprimió en mi cabeza.
Un rayo de luz bajaba temerosamente por un hueco que había en el techo (que es más bien el suelo) y se posaba en una piedra semicircular que se encontraba casi al centro de la pequeña alberca de agua fresquísima y cristalina que formaba el fondo de la caverna, agua limpia, pura, filtrada durante millones de años en las que los picos que decoran cielo raso que la caverna tiene por techo se formaron y terminaron por crear un lienzo sublime.
La historia después no dice mucho, las aguas de esta hermosa caverna nos sirvieron para relajarnos por unos buenos minutos mientras arriba nuestra comida estaba lista, comimos y bebimos con esa hospitalidad del campo que tan poco se encuentra en estos días y continuamos el camino, pronto estuvimos de vuelta en el aeropuerto de Cancún y prestos a regresar a casa, pero la imagen de un lugar tan hermoso es lo que me llevé de regreso la primera vez que estuve en Cancún, quizá por eso volví, quizá por eso ya no me fui, porque más que llevarme algo, me quede aquí, contemplando uno de los caprichos de la naturaleza, que desde entonces me acompaña y me recuerda que este es el lugar donde quiero estar.